Morir en blanco y negro: la indiferencia ante la gente que vive en la calle

POR GINA MONTANER.

Ocurrió el pasado 18 de enero. Un hombre mayor salió de su casa en un barrio céntrico de París y poco después tropezó quedando tendido en la acera. Era una noche gélida y los peatones iban de un lado a otro con la premura que provocan el frío y las ganas de cobijarse en el hogar tras una larga jornada. Nadie reparó en el anciano ni se ocupó de atenderlo mientras las horas avanzaban.

Se llamaba René Robert y a sus 85 años contaba con una larga trayectoria como fotógrafo. Era suizo, pero hacía años se había afincado en Francia, donde cultivó su pasión por el flamenco. El grueso de su obra está dedicado a retratos de grandes artistas como Paco de Lucía, Camarón de la Isla o Fernanda de Utrera, entre otros. Sus fotografías en blanco y negro absorbían el dramatismo de ese arte y fueron exhibidas en las galerías más prestigiosas en Europa.

En su apacible y discreta vida parisina Robert nunca pudo imaginar que acabaría muriendo víctima de una hipotermia, por la indiferencia de la gente que esa noche pasó de largo frente a su cuerpo inmóvil. El fotógrafo tropezó alrededor de las 9:30 pm y no fue hasta las 6 de la mañana cuando alguien se interesó por su estado. Para entonces ya era demasiado tarde.

No fueron los viandantes de la zona, ni los vecinos de los edificios aledaños, ni quienes caminaban del trabajo a sus casas los que se ocuparon de auxiliarlo o al menos detenerse a preguntarle si necesitaba ayuda. Al cabo de más de nueve horas un desamparado llamó al servicio de urgencias y avisó de la presencia de una persona semi congelada.

Cuando los bomberos acudieron Robert mostraba signos de hipotermia severa. Los esfuerzos por reanimarlo fueron inútiles y murió en el hospital. Un buen amigo, el periodista Michel Mompontent, se lamentó públicamente: “Cuando un hombre está tirado en la calle, con lo apurados que estamos, revisemos su estado. Detengámonos un momento”. El propio Mompontet admitió que a partir de ahora tendría más conciencia de las personas que a veces parecen desvalidas en la vía pública y nadie se molesta en echarles una mano.

Se trata de una reflexión certera: la tendencia general es la de ignorar a la legión de indigentes y sin hogar. Esa noche René Robert no era el fotógrafo estimado en el mundo de las artes, sino un anónimo desamparado como tantos otros que pernoctan a la intemperie. Estaba destinado a correr la misma suerte que muchos de ellos, víctimas de la indolencia y hasta la aversión que despierta su precariedad.

Tuvo que ser otra persona vulnerable la que sintiera compasión por un desconocido que durante unas horas formó parte del huérfano paisaje de los clochards. Esos habitantes sin nombre que se refugian en portales, se cubren con cartones y tiritan en las amplias avenidas de una de las ciudades más bellas y elegantes del mundo.

Lo mismo podría haberle sucedido al artista suizo en otras urbes. Hay una gran brecha entre los que tienen un techo bajo el cual cobijarse y los desposeídos que acaban durmiendo al raso por los avatares de la vida.

La madrugada del 19 de enero nada lo diferenció de esa población errante. El cómodo universo al que había pertenecido hasta poco antes de atravesar el umbral de su vivienda se desbarató sobre el asfalto helado. René Robert murió en blanco y negro pero sin la lírica de sus fotografías.

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